Desplazamiento, desaparición, asesinato, impunidad, amenazas y valentía marcaron a esta mujer.
-¿Será que estamos en el cielo? -se preguntó-. Esta ciudad tan alumbrada y bonita. La gente tan elegante.
Era la primera vez que Ana Fabricia Córdoba pisaba Medellín. Todo le parecía diferente al Apartadó que había tenido que dejar porque allá le habían matado a nueve personas de su familia, había perdido la tierra heredada de sus abuelos, le habían asesinado a su esposo y amenazado a ella y a sus hijos. Con ellos, sus cinco hijos, llegó a Medellín en el 2001. Y le pareció el cielo, esa ciudad. La misma ciudad en la que fue enterrada el jueves pasado, después de que le pegaran un tiro mientras iba en un bus.
Su voz. No solo lo que decía, sino cómo. Duro. Fuerte. Haciéndose sentir. Eso es lo que van a extrañar de Ana Fabricia las decenas de personas que el miércoles la velaban en la funeraria. Su presencia se había convertido en sinónimo de lucha de la población desplazada y su voz aparecía en cuanta reunión pública por sus derechos se hiciera en Medellín. "Por eso la mataron: por decir la verdad en una ciudad que quiere tapar su realidad con estadísticas", dice una mujer cuyo nombre no aparecerá en este texto, como sucederá con otros tantos testimonios. "No nos cite -dicen-. Aquí estamos protegidas, pero llegamos al barrio y allá estamos solas".
Ana Fabricia hablaba con nombre propio. Pero no siempre fue así. Sus abuelos y sus papás llegaron de Tibú, Norte de Santander, a Urabá, huyendo de la violencia política y en busca de una vida mejor. Allá se afianzaron como 'derribadores' de montaña en la zona bananera y, tras años de trabajo, lograron ser propietarios de lotes de tierra de los cuales vivían.
Hasta que se impuso el terror. Un hermano de Ana Fabricia llegó a ser concejal de Apartadó por la Unión Patriótica y esto convirtió a su familia en blanco de persecución política, en los años 80. Vinieron luego las masacres, como las de las fincas Omega y Honduras, o la de El Aracatazo, todas vividas de cerca por ella y su familia. Andaban de un lado para otro en la zona, protegiéndose pero sin querer alejarse de su terruño. Con muchos de los suyos muertos, sin embargo, la presión llegó cuando hombres armados le pidieron que vendiera su finca. "No. Es la herencia de mi gente", les respondió ella. Después debió huir, con su tierra en llamas.
Llegó a deambular a las calles de una ciudad que la sorprendía y en la que supo lo que era pedir para comer. Se instaló con sus hijos en la Comuna 13 sin saber que allá los rodearía otra guerra: la de las milicias. Sus niños eran pequeños y ella no quería que crecieran en ese entorno. Se trasladó al barrio La Cruz, en la comuna nororiental, donde unos sacerdotes le ofrecieron un rancho de madera.
Empezó a hacer su vida de nuevo. Sus hijos la ayudaban en casa, vendiendo dulces, lavando carros, mientras cursaban la primaria. Fue ahí, en ese barrio, donde Ana Fabricia comenzó a subir la voz. Y lo hizo porque le tocaron lo que más quería: sus hijos. Uno desapareció. Otro lo mataron. En julio del año pasado, Jonathan aparecio muerto. Desde entonces Ana Fabricia no se calló.
-Lo subieron a una patrulla de número 133084. Iban dos tipos de civil. Como en cada sitio de la comuna usan nombres distintos -que el cabo Muñoz, que el teniendo Osorio...- sabrá Dios cómo se llaman de verdad.
Eso decía. A gritos. Que los responsables del asesinato de su hijo eran policías. Eso repitió hasta su muerte, aunque muchos le aconsejaran callar. "A las víctimas no les creen en este país. Menos si son mujeres. Por eso le decía que no hablara tan duro, pero era inútil", dice otra mujer que permanece varias horas en el velorio.
Ana Fabricia comenzó a hablar por ella y por las otras mujeres, también desplazadas, también madres de hijos muertos, desaparecidos o perseguidos por las bandas que reinan en los barrios donde el control lo tienen las armas. Su voz se hizo líder de la organización Latepaz, en defensa de la calidad de vida de los desplazados, y del grupo Mujeres Aventureras Gestoras de Derechos, del que hace parte Rosalba (la llamaremos así, su nombre no lo dice por miedo). Con ella, Ana Fabricia se capacitó en cursos de derechos. "Denunciaba los atropellos que sufríamos los desplazados -dice Rosalba-. Porque a nosotros no nos quieren allá en las comunas".
En los últimos meses, se alejó un poco de los lugares donde era conocida. Aunque había recibido una casa en subsidio en el barrio Popular Uno, casi no la habitó. "No pudo hacerlo por los hostigamientos de las bandas -agregan sus compañeras del grupo-. En esta ciudad se supone que no pasa nada, pero el matrimonio entre paramilitarismo y fuerza pública es lo más normal en esos barrios".
Ana Fabricia estaba recibiendo amenazas de muerte que denunció con insistencia ante la Fiscalía, el gobierno local, la Procuraduría. También las recibían sus amigas: "Si se quiere morir, siga andando con ella", recuerda Rosalba que le dijeron. Por eso vivía de hotel en hotel, de pieza en pieza de la ciudad. Vivía de la ayuda que recibía de organizaciones sociales o del apoyo de compañeras que se habían vuelto sus cómplices en la solidaridad. Para protegerlos, había decidido que sus tres hijos, Diana, Carlos y Lizette, vivieran en un sitio diferente a ella, lo mismo que su segundo marido, hoy afectado por un enfisema pulmonar. Cuidaba de los demás, pero no guardaba silencio.
-Si nos quedamos calladas, nos van a matar a todas -solía decir.
La voz no la levantaba solo para hablar de los desplazados. Su discurso empezó a estar relacionado con la inseguridad general de la ciudad, la defensa de los jóvenes perseguidos, la violación de los derechos humanos. "Y eso nos dejó por herencia: no quedarnos callados", afirma un hombre de una fundación de desplazados.
A pesar del dolor que cargaba encima, esta mujer que hizo hasta tercero de bachillerato y murió a los 52 años, era apasionada y cariñosa con la gente que quería. Orgullosa de su cultura, solía invocar a sus ancestrales, al sol, a la luna. Le gustaba lucir sus trenzas y vestir la paruma chocoana.
"Recordaremos su voz poderosa, su alegría contagiosa", dijo Piedad Córdoba en el cementerio San Pedro, donde más de quinientas personas acompañaron el féretro. "Aquí llegamos todos los que la dejamos sola", dijo con sinceridad una funcionaria departamental. Llegaron, también, los ofrecimientos para la seguridad de sus hijos, las millonarias recompensas, el anuncio de investigaciones.
Cuentan que cuando iba a denunciar las amenazas, le decían que era paranoica. Ana Patricia Aristizábal, personera delegada para los derechos humanos, afirma: "¿Cuál paranoia? Mire dónde estamos: en un cementerio. La asesinaron". A Ana Fabricia le ofrecieron seguridad el año pasado, y ella lo rechazó. "Cómo iba a aceptar que la cuidara la institución que ella denunciaba de haber matado a su hijo", dice un allegado.
Diana, su hija de 27 años, mira la foto que está junto al ataúd y dice: "Mamá, qué linda eras". Con lágrimas, Diana debió responder las preguntas de los periodistas (que también llegamos tarde). "Desde que mataron a mi hermano y mi mamá inició sus denuncias, supe que esto venía", dice. Sus compañeras de lucha comunitaria entienden su asesinato como un mensaje. "Sabían que nos afectarían a todas. Nos mataron la alegría, la perseverencia, la valentía". Eso era Ana Fabricia, para ellas.
Dice la policía podrían reabrir caso del hijo
Tras la muerte de Ana Fabricia Córdoba, la Policía Nacional pidió a la Procuraduría Provincial que revise lo actuado en relación con la investigación administrativa que precluyó por la muerte del hijo de la líder comunitaria. El subdirector de la institución, general Rafael Padilla Garzón, se reunió con delegados de organizaciones de derechos humanos y afirmó que la Policía tiene "cero tolerancia" con la corrupción y está comprometida en investigar el reciente asesinato.
MARÍA PAULINA ORTIZ
REDACCIÓN EL TIEMPO